Hablar de consumo responsable es plantear el problema del hiperconsumo de
las sociedades “desarrolladas” y de los grupos poderosos de cualquier
sociedad, que sigue creciendo como si las capacidades de la Tierra
fueran infinitas. Baste
señalar que los 20 países más ricos del mundo han consumido en este
siglo más naturaleza, es decir, más materia prima y recursos
energéticos no renovables, que toda la humanidad a lo largo de su
historia y prehistoria. El 15% de la población mundial que vive en los
países de altos ingresos es responsable del 56% del consumo total del
mundo, mientras que el 40% más pobre, en los países de bajos ingresos,
es responsable solamente del 11% del consumo. Y mientras el consumo del
“Norte” sigue creciendo, el consumo del hogar africano medio –se añade
en el mismo informe- es un 20% inferior al de hace 25 años. En
estos países, con una cuarta parte de la población mundial, consumimos
entre el 50 y el 90% de los recursos de la Tierra y generamos las dos
terceras partes de las emisiones de dióxido de carbono. Sus fábricas,
vehículos, sistemas de calefacción… originan la mayoría de desperdicios
tóxicos del mundo, las tres cuartas partes de los óxidos que causan la
lluvia ácida; sus centrales nucleares más del 95% de los residuos
radiactivos del mundo. Un habitante de estos países consume, por
término medio, tres veces más cantidad de agua, diez veces más de
energía, por ejemplo, que uno de un país pobre. Particular incidencia tiene en este elevado consumo y sus consecuencias ambientales el modelo alimentario que se ha generalizado en los países desarrollados (Bovet et al., 2008). Un modelo caracterizado, entre otros, por:
una agricultura intensiva que
utiliza grandes cantidades de abonos y pesticidas y recurre al
transporte por avión de productos fuera de estación, con la
consiguiente contaminación y degradación del suelo cultivable;
la
inversión de la relación vegetal/animal en las fuentes de proteínas,
con fuerte caída del consumo de cereales y leguminosas y
correspondiente aumento del consumo de carnes,
productos lácteos, grasas y azúcares. Se trata de una opción de muy
baja eficiencia porque, como ha señalado Jeremy Rifkin, hay que
producir 900 kilos de comida para obtener 1 kilo de carne (¡), a lo que
hay que añadir que se necesitan 16 000 litros de agua. En definitiva,
el consumo de energía es muy elevado, de modo la industria de la carne
es responsable de más emisiones de CO2 que la totalidad del transporte.
la
refinación de numerosos productos (azúcares, aceites…), con la
consiguiente pérdida de componentes esenciales como vitaminas, fibras,
minerales, con graves consecuencias para la salud.
Estamos, además, con estas prácticas, sobre explotando y agotando recursos tan esenciales como el agua que van a repercutir sobre la vida de las generaciones futuras.
Alfonso Gervás y Germán Cardiel
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